Los servicios especiales en los establecimientos de alto nivel tal vez sean impresionantes, pero no son a prueba de idiotas Acabo de regresar de un viaje de trabajo en Asia donde tenía dos objetivos básicos: comer tantos bollos chinos como pudiera y tratar de no quedarme dormida en las reuniones debido al desfase horario. Logré cumplir ambas metas y obtuve un beneficio inesperado. Aprendí algo nuevo sobre lo que constituye un buen hotel de negocios.
A modo de explicación, permítanme hacerles el relato de dos habitaciones de hotel. El primero estaba en Shanghái, donde descubrí que tenía reservaciones en un hotel de “ultra lujo” en el Bund, con vistas extraordinarias del Río Huangpu y un ejército de personal adulador.
Fue construido por un multimillonario. Lo fabricaron arquitectos británicos de alto nivel, y un chef con estrellas de Michelin dirigía el más elegante de sus múltiples restaurantes. Yo estaba demasiado cansada para prestarle atención a todo esto cuando llegué a mi enorme habitación, donde pensaba dormir una breve siesta antes de mi primera reunión.
En unos pocos segundos me había metido en un lío. No sé lo que pasa con los interruptores de la luz en los cuartos de hotel, pero nunca parecen estar en lugares obvios y cuando lo están, rara vez se conectan al espacio de la habitación donde estás.
Tardé varios minutos en apretar todos los interruptores antes de encontrar uno que me ofreciera suficiente luz para desempacar y llegar al baño, que era de primera.
El jabón era Acqua di Parma, la bañera era enorme, con chorros, y el inodoro estilo japonés recibió mi llegada levantando la tapa para revelar un tazón azul brillante y un asiento calentado.
Entonces me topé con la ducha. Como siempre, era imposible saber qué llave tenía que mover en qué dirección para que el agua saliera caliente o fría. Peor aún, un paso en falso amenazaba el desastre porque, en vez de un cabezal de ducha normal, había un enorme cabezal de “lluvia” listo para soltar una catarata de agua congelada o hirviente sobre mi cabeza.